Desde hace algunos meses se viene polemizando sobre la posibilidad de introducir semillas genéticamente modificadas en nuestro país, con el objetivo de crear una agricultura más “resistente” a las condiciones climáticas de nuestro agonizante planeta Tierra. El debate de por sí es candente; las posturas están definidas entre quienes observan esta llegada como un beneficio para nuestro desarrollo económico, los que auguran una lenta muerte de nuestra sociedad y los que ignoran completamente el tema, sin saber qué es lo que consumen.
Para poder entender el tema: los seres humanos somos producto de miles de genes, los cuales pueden determinar nuestro grupo sanguíneo o nuestro color de piel. Gracias a la biotecnología, los expertos pueden extraer un gen determinado para luego aislarlo, modificarlo e insertarlo en otro genoma (conjunto de cromosomas de una célula), provocándole una nueva característica. En el caso de los vegetales, se pueden crear semillas resistentes a insectos, herbicidas, etc. Un dato resaltante en este ejemplo es que estas semillas pueden reproducirse autónomamente gracias a la polinización en el ambiente
A simple vista, el asunto aparenta ser una vía de salvación: la producción generalizada de estos productos podría acabar con la hambruna de miles de personas y ayudaría a emerger las economías de los países “subdesarrollados”. Pero el fondo va más allá de una utopía de biólogos; existen puntos que son contrarios a este deseo y que deben ser sometidos a debate pues no quedan del todo claros. Para comenzar, estas semillas contienen genes que son resistentes, es decir que pueden mantenerse conservados más tiempo, ya que eliminan los factores de ataque: herbicidas e insectos. Es de suponer, entonces, que si nosotros también consumimos estos alimentos podríamos sufrir los mismos efectos que los animales y los plaguicidas. Además, no se ha determinado a ciencia cierta si estos pueden ocasionar alergias, resistencias a antibióticos o, incluso, dañar nuestro medio ambiente. Lo cierto es que aún no existen estudios que muestren las consecuencias que podrían generar estos alimentos y su consumo a largo plazo.
Pocos lo saben, pero los transgénicos están en el Perú; los encontramos en embutidos, lácteos, conservantes, congelados, en fin, en los productos que nosotros saboreamos con gusto y que los compramos a precios módicos. La compañía Monsanto, líder en la producción de semillas transgénicas, ya puso sus ojos en el Perú para la inversión de semillas transgénicas, mientras que en el Congreso de la República se inició un debate en el cual se evalúan las posibilidades de utilizar estos productos. Pero, como siempre, las transnacionales siempre pasan por encima de nuestros representantes; por ejemplo, en Barranca ya se comenzó a cultivar estas semillas sabiendo que aún no se revisa la Ley 27104 o Ley de Prevención de Riesgos Derivados del Uso de la Biotecnología y que aun no hay estudios que prueben si estas plantaciones pueden dañar nuestro amplio reservorio genético.
Debemos estar al tanto con qué reglas de juego quieren invertir las grandes transnacionales y conocer cuáles son los beneficios y perjuicios de plantar semillas modificadas. Está en nosotros cuidar nuestro medio de vida, la naturaleza.