Cuando la imagen pública se envuelve en un disfraz de falsa solidaridad.
El pasado martes la hecatombe desfiló por las ciudades haitianas. Las lágrimas de una frágil nación hoy se hacen escuchar. Hoy, solo hoy, pues antes apenas el mundo recordaba su existencia, su intensidad, su urgencia. Recién ahora, cuando la leche y la sangre yacen derramadas, los miopes ojos del mundo alcanzan a divisar una pequeña ínsula que, bajo las sombras cubanas y dominicanas, ocultaba su miseria.
Tras haber transcurrido 48 horas del desastre, la cooperación internacional recorre la isla en busca de soluciones. Hoy, alrededor de la una de la madrugada, un vuelo peruano partió al Caribe llevando una pequeña contribución. Cien toneladas de alimentos no perecibles, un colectivo de 18 médicos del Minsa, algunos rescatistas de Defensa Civil y, como si sirvieran de mucho, una treintena de periodistas.
¿Para qué enviar tantos corresponsales a la zona de emergencia? Desde luego, para capturar las mejores imágenes y dar las mejores informaciones. ¿No sería más prudente, ante tal situación, que las empresas periodísticas envíen a solo algunos representantes que compartan la información a sus colegas? Por supuesto que no: atentaría contra el libre mercado. Porque para el empresario, la mejor toma, la mejor foto, la más sangrienta, le asegura derrotar a la competencia.
La presencia de un tropel de prensa es tan inútil como la del Premier, la ministra de la Mujer, el ministro de Agricultura o el jefe del Comando conjunto de las FFAA. En estas circunstancias no es útil ver al señor Velásquez Quesquén proclamando la contribución solidaria como una iniciativa del gobierno peruano. Quien quiere ayudar no revela su identidad para que las cámaras de televisión lo erijan como persona solidaria. Lo que necesita Haití es un verdadero sentimiento de humanidad, no planificadas estrategias de imagen institucional.
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