A propósito del trágico 11 de setiembre
Sonó el timbre con insoportable insistencia. Los cuadernos fueron arrojados contra las carpetas y los gritos del alumnado anunciaron el inicio del tiempo de recreo. Sin embargo, esta vez la multitud no corrió tras el balón, la cuerda u otra fuente de distracción. Esta vez, la estrella fue la televisión. Una masa informe de humo negro cubrió la pantalla cual filme de acción hollywoodense. Dos torres idénticas se desplomaron sobre la metrópoli neoyorquina. -¿Qué sucede? ¿Qué película es?-, gritó un niño mientras se abría paso. -No es un video, es la realidad –rezongó el profesor de Historia. –Las Torres Gemelas, principales centros económicos estadounidenses, han sido derribadas-. Solo el silencio respondió.
Mañana se cumplen 8 años de aquel funesto atentado que cobró cerca de tres mil vidas y que, además, marcó un hito en la historia de la impenetrabilidad del territorio estadounidense. Así como la Caída del Muro significó la muerte del estalinismo en Europa, la Caída de las Torres permitió observar al mundo que el mito de la omnipotencia yanqui había terminado. Fue necesario un inhumano bombardeo sobre la ciudad afgana de Kabul para restaurar el ego del entonces presidente Bush, pero jamás lo será para devolver las vidas perdidas, las familias destruidas y, sobre todo, la paz carcomida.
Ahora que la odiosa efeméride obliga a la opinión pública a revivir esta mácula histórica, solo resta alejarnos de todo conflicto ideológico, de todo fundamentalismo brutal y de toda política de Estado que tenga por finalidad el atropello del afán personal en desmedro del respeto a la humanidad. Hoy que la tendencia comunicativa traza los puentes hacia una convergencia global, deben recordarse las tragedias no para rasgar la herida aún palpitante, sino para aliarnos –siquiera estratégicamente- en pos de un fin tan humano como divino: la justicia, la libertad y, en consecuencia, la tan anhelada paz.
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